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Colombia: un país en litigio

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Alta litigiosidad, debilidad en la conciliación y sesgos institucionales configuran un escenario crítico en la gestión jurídica del Estado colombiano. Urge consolidar una gerencia jurídica pública orientada a la prevención del daño antijurídico y la solución dialogada de los conflictos.

748 billones de pesos —una cifra equivalente a 1,5 veces el presupuesto general de la nación para 2025— es el monto de las pretensiones contra el Estado en los más de 331.000 procesos judiciales y arbitrales que actualmente enfrenta la Nación. Esta cifra no incluye los litigios en curso ante el Sistema Interamericano de Derechos Humanos ni aquellos en los que son parte las entidades territoriales, como ocurre con el caso de Bogotá, que concentra cerca de 40.000 procesos judiciales.

Estos 331.000 litigios son defendidos por 256 entidades públicas del orden nacional, 17 entidades mixtas, 38 patrimonios autónomos y 103 dependencias especiales, según el más reciente reporte de litigiosidad publicado por la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado.
A pesar de los avances normativos orientados a fomentar los mecanismos alternativos de solución de conflictos, persiste una cultura jurídica que privilegia el litigio por encima de la conciliación. A juzgar por las estadísticas, tanto las entidades públicas como los particulares y abogados no creen en el viejo adagio popular de “más vale un mal arreglo que un buen pleito”. Los índices de conciliación siguen siendo notablemente bajos: de acuerdo con cifras de la Procuraduría General de la Nación, entre 2023 y 2024 bajo el amparo de la ley 2220 de 2022 se celebraron 70.311 audiencias, de las cuales solo 2.630 concluyeron con acuerdo conciliatorio total o parcial. Este resultado representa menos del 4 % del total de audiencias realizadas.

Las cifras son elocuentes: de las 70.311 solicitudes de audiencia extrajudicial tramitadas, se estima que aproximadamente la mitad correspondían a asuntos no conciliables o a casos en los que la acción ya se encontraba caducada. A pesar de ello, los comités de conciliación en las entidades públicas han derivado, en simples “notarías” que validan de forma mecánica decisiones de no conciliar, sin analizar a fondo las desventajas jurídicas, económicas e institucionales de asumir un proceso litigioso. De este modo, se desnaturaliza su propósito fundamental: servir como escenario deliberativo para la solución racional y temprana de los conflictos.

¿Por qué nos cuesta tanto conciliar? Desde una perspectiva psicológica, el reconocido autor Daniel Kahneman, premio Nobel y experto en psicología del juicio, ha identificado sesgos cognitivos que distorsionan la toma de decisiones en escenarios de conflicto. Uno de los más sobresalientes es el "sesgo del adversario", en el cual las personas tienden a sobrevalorar sus propios argumentos y a desestimar los del otro. Esta distorsión dificulta la empatía, disminuye la disposición al diálogo y entorpece la posibilidad de acuerdos.

Este sesgo parece reproducirse también, al interior de las entidades públicas. Las oficinas jurídicas, al analizar propuestas conciliatorias, tienden a buscar de manera apresurada antecedentes jurisprudenciales que respalden su postura del no se puede, con el fin de invalidar los planteamientos de la contraparte o, simplemente, de postergar la decisión esperando que sea un juez quien, tras un largo, costoso y desgastante proceso, determine cuál de las partes tiene la razón.

A este sesgo, debemos sumarle el miedo, advertía Franz Kafka, “el proceso, por sí mismo, ya es una condena”. El temor de los servidores públicos a enfrentar investigaciones disciplinarias o fiscales —que en promedio pueden extenderse por cinco años— por haber aprobado un acuerdo conciliatorio que luego sea considerado lesivo o ilegal por parte de los organismos de control, ha generado una aversión institucional hacia la conciliación. Este miedo también está alimentado por el inminente riesgo de acciones de repetición en contra de los funcionarios que aprobaron una conciliación, lo que refuerza la preferencia por dejar que el conflicto siga su curso judicial, un laissez passer de la oportunidad de conciliar.

Con el ánimo de contrarrestar este escenario, la Ley 2220 de 2022 incorporó mecanismos de validación preventiva por parte de la Procuraduría y la Contraloría General de la República en los procesos de conciliación administrativa, buscando dar mayor seguridad jurídica a los funcionarios que optaran por conciliar. Sin embargo, la intervención de la Contraloría mediante concepto vinculante en conciliaciones superiores a 5.000 salarios mínimos fue declarada inexequible por la Corte Constitucional,1 lo que redujo significativamente el alcance preventivo de la norma.

El resultado es un marco normativo con buenas intenciones, pero con capacidad limitada para transformar la cultura institucional de aversión al acuerdo extrajudicial.

A esta problemática estructural se suma un factor cultural profundamente arraigado: la exaltación del litigio como paradigma de éxito profesional. Durante décadas, la narrativa hegemónica —alimentada por producciones cinematográficas y literarias — ha glorificado la figura del abogado que triunfa en los estrados judiciales, que derrota a su oponente ante una audiencia dramática y que, con astucia y retórica, logra una sentencia favorable.

En contraste, el abogado que evita el litigio, que propone salidas dialogadas y que alcanza acuerdos tempranos, rara vez es reconocido. En parte, esto se debe a que la cultura jurídica dominante sigue asociando la conciliación con la renuncia o la debilidad, cuando en realidad es expresión de racionalidad y madurez institucional.

Esta cultura del pleito también tiene raíces académicas. En una revisión realizada a 24 planes de estudio de facultades de derecho acreditadas con alta calidad en Colombia, se encontró que solo cinco incluyen de manera obligatoria una asignatura específica sobre métodos alternativos de solución de conflictos. Esta omisión formativa reproduce, desde la etapa universitaria, una visión litigiosa del ejercicio profesional y margina las habilidades de negociación, mediación y conciliación que son esenciales para una gestión moderna del conflicto.

Colombia no puede seguir naturalizando la judicialización excesiva como única vía para resolver los conflictos entre el Estado y los ciudadanos. La transformación estructural de esta realidad exige fortalecer la gerencia jurídica pública, promover la cultura de la conciliación y dotar a los abogados del Estado de herramientas institucionales y cognitivas para anticiparse al daño antijurídico. Es hora de modificar el viejo adagio popular, de que es mejor un mal arreglo por un buen pleito y evolucionar al que se puede llegar a un buen arreglo en lugar de un eterno y desgastante pleito.


1 Corte Constitucional. Sentencia C-071 de 2024. Magistrado Ponente: Juan Carlos Cortés González.